Ayer tuve una mañana especial e inquietante. Me desperté sobresaltado
por imágenes de amigos míos tratando de escapar de las balas con
sus hijos de la mano, aterrados, viviendo por primera vez en carne
propia el pánico que hasta ahora solo vieron en la la tele, el dolor
tan cercano de los deudos, el drama tan ajeno como temido ahora
silbando en sus oídos. El gesto valiente y postrero de Javier
poniéndose adelante y gritando “¡Loco, dejen de
tirar!”, la espuma en la boca de los uniformados que lo
matan a quemarropa, y la sangre derramada en la amada camiseta
yacente La impotencia de sentir que todo fue planificado, anunciado,
inevitable y artero. Como en la Semana Trágica, como en José León
Suárez, como en Ezeiza, como en Margarita Belén, a los hinchas de
Lanús, los que tuvieron la desgracia de estar ahí y de alguna
manera también aquellos que no estuvimos pero que hoy sentimos este
dolor ante la barbarie que padecieron nuestros amigos, el lunes en La
Plata a los granates nos fusilaron uniformados de una fuerza
argentina.
Desde
la radio llegaban voces que aún confundían los hechos con una
interna entre hinchas Algunos periodistas teorizaban sobre las barras
bravas, otros opinaban acerca de las responsabilidades de los
dirigentes. Pocos, casi ninguno, se animaba a aceptar que nos
fusilaron porque reconocerlo los obligaría a intentar comprender
porque semejante cosa ha sucedido en el estadio de La Plata. De un
lado al otro del arco ideológico donde cada quien se siente incluido
se vierten opiniones sobre la violencia en el fútbol y ninguno
logra explicar porque pudo haber pasado. El gato pide comida. Me
voy a la carnicería y la encuentro bastante poblada, entro dispuesto
a esperar mi turno.
“¿Que
me dice, Roberto, lo que pasó ayer en la cancha, en La Plata?” dice
una señora bajita y entrada en años, con gesto compungido. “Parece
que hubo una pelea entre dos fracciones, doña María...” responde
el carnicero mientras afila para cortarle un kilo de milanesas. “Yo
no entiendo nada dicen que el muchacho tenía una puñalada y muchos
perdigones...” dice
una joven bien vestida, ansiosa por llegar a tiempo a la oficina.
“Mi
marido y mi hijo estuvieron en la cancha y dicen que no hubo ninguna
pelea, que la policía no paró de provocar a la gente y la gente no
reaccionó, que solo querían entrar a ver el partido con las
entradas en la mano e igual los corrieron a escopetazos...” intercede
otra señora, más atrás, a la derecha, algo indignada “La
culpa la tiene el gobierno” casi
grita una mamá con su bebé en brazos, sentada en una silla en el
fondo. “La
policía de Scioli” masculla
un señor flaco, de traje raído que espera por un gancho de chorizos
que había encargado. ¿Usted
es el último?, le
pregunto. El flaco asiente, le aviso que detrás suyo
estoy yo, y salgo a fumar un cigarrillo. Los autos pasan despacio, la
gente camina en silencio, nadie sonríe en las calles de Lanús esta
mañana. Adentro la conversación gana en intensidad, afuera se
percibe el duelo.
Pienso en como fue que nos fuimos acostumbrando a esta locura. Recuerdo la
bengala que cruzó el cielo de la Bombonera el 3 de agosto de 1983
para incrustarse en el cuello de Roberto Basile, en la tribuna de
enfrente. De la impotencia del padre del pibe Scasserra, asesinado
por una inexplicable bala policial el día que iba al fútbol por
primera vez, el 7 de abril de 1985 en la cancha de Independiente,
exigiendo justicia en vano durante años hasta perderse finalmente en
la tristeza y el olvido. Recuerdo el fatídico caño de caprichosa
pirueta que, otra vez en la Boca, un 14 de diciembre de 1990 cae desde
la primera bandeja para incrustarse en la cabeza de Saturnino Cabrera
y matarlo en el acto. De Ramón Aramayo, asesinado el 20 de marzo de
2011 en un exceso de cacheo policial en Liniers. Miro hacia atrás y me veo, los
ojos abiertos de incomprensión, aferrado a la mano de mi viejo,
descubriendo que el fútbol incluía piedrazos de una tribuna a la
otra, en un Lanús-Boca en el 65, cuando nos encendieron los
tablones. Miro hacia atrás y recuerdo el relato de mi abuela del día
que en Lanús, también ante Boca, un policía desbordado inauguraba
la lista con Luis López y el niño Oscar Mutioli de tan solo 9 años,
el 14 de mayo de 1939. Tiro el pucho pensando en la tragedia de la
Puerta 12 y me sorprendo de que en este contexto, milagrosamente no
se haya repetido.
De
pronto me doy cuenta que nadie ha salido de la carnicería. Al
reingresar escucho con sorpresa a la joven bien vestida, que ya sabe
que no llegará a horario a la oficina, decir con elocuencia: “La
existencia de las barras bravas es una muestra de la indefensión de
las entidades públicas, la ausencia del estado en resguardo del
patrimonio del pueblo y sus instituciones civiles”. Roberto,
que hace rato que dejó la cuchilla, le responde:“Las
policías provinciales admiten su accionar porque les
permite cobrar operativos desmedidos y también participar de sus
negocios menores, recaudar de los puestos de venta, de los trapitos,
de las entradas gratis” La
que más me sorprendió fue la mamá del bebé: “Es
obvio que el gobierno sabe que hay que cesantear a un 30% del
personal policial, evaluando cautelosamente quien es recuperable y
quien no, incorporar gente nueva, modificar la estructura, crear
fuerzas especiales para determinados delitos violentos compuestas por
policías que no cumplan funciones en las comisarías, que actúen
indistintamente en cualquier territorio” dijo
lo más campante. El flaco de los chorizos saltó: “Lo
que ustedes no comprenden es que si bien Cristina fue electa por
amplia mayoría, las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba,
y ni hablar la Capital, están gobernadas por la oposición: Scioli
apostó a la mano dura; Macri, lejos de pensar en purgas, creó otra
nueva policía con exonerados de las fuerzas; De la Sota no oculta
el bigotito; Binner duda. Para avanzar sobre esos temas el gobierno
debe ganar en esas provincias, es el gran desafío”.
Acodada en el mostrador, doña María asevera: “También
podría ser a la inversa: Una alianza opositora que logre hegemonía
nacional, ejerza el poder y despliegue una política de seguridad de
mano dura en todo el país. No
pueden cesantear tantos policías si los gobernadores de esas
provincias no le son fieles ¿Cuanto tardarían en convertise en mano
de obra para la oposición dispuestos a operar?” La
esposa del que fue a la cancha se puso solemne para decir: “En
política, no
se puede intentar lo que no se tiene certeza de lograr”.
Más
confundido que al llegar, salí del negocio y emprendí el regreso
pensando en todo lo que había oído, en qué debería pasar para que
la muerte del Zurdo sea en verdad la última. En casa, la radio que
había dejado encendida hablaba de un recrudecimiento de la Gripe A,
Ramón Díaz lloraba porque el público de River no podrá concurrir
a La Fortaleza, Carmen Barbieri confesaba su romance con el Gordo
Porcel. Pronto aparecería el cadáver de la niña Ángeles Rawson
brutalmente asesinada. Mi gato, aún hambriento, no para de maullar.
Marcelo Calvente
marcelocalvente@gmail.com